No ser una persona escrupulosa, con san Juan de la Cruz
Una persona escrupulosa es la que tiende a cuidar en extremo el cumplimiento de sus deberes y obligaciones, hasta el punto en que vive estresado y con preocupaciones constantes; en especial cuando no logra realizar todo lo que deseaba.
Ciertamente, son personas detallistas, metódicas, y muy ordenadas en la mayoría de las cosas que hacen, pero siempre con algo de ansiedad y angustia que raya en la obsesividad y el cansancio mental.
La palabra «escrúpulo» viene de latín y significa que se vive con temores y dudas acerca de la moralidad. Suelen corregir y estar al pendiente de los errores que otros cometen y señalarlos de una manera juiciosa.
Si lo conducen de manera positiva, suelen ser muy responsables y organizados, pues se toman muy en serio sus compromisos y tratan de hacer lo mejor posible en cada una de sus actividades.
Pero, si lo hacen de manera negativa, caen en un perfeccionismo ansioso que los hace revisar y revisar las cosas hasta que -según ellos- ya no tienen errores. Así, consumen demasiado tiempo repitiendo y verificando que todo esté correcto y se convierten en personas exigentes y regañonas con quienes los rodean, en especial si éstas no hacen las cosas tan perfectas como a ellas les gusta.
Con frecuencia, sienten que tienen el permiso de enojarse y de gritar para hacer ver que las cosas no se hicieron bien y exigen que se corrijan hasta que queden como ellos desean.
Observaciones de san Juan de la Cruz
Montage Aleteia
Este gran místico y poeta español del siglo XVI dedicó muchas de sus grandes obras al tema de la «Noche oscura del alma” y al «Cántico espiritual». En ellas nos ha dejado un extenso análisis del sentimiento de abandono, soledad, confusión y miedo a la vida con las preocupaciones y apegos a este mundo.
Su mensaje se centra en describir cómo esas noches oscuras del alma son un proceso de purificación para transformarnos, sobre todo al sumergirnos en los tenebrosos y espantosos sentimientos negativos que tenemos en nuestro interior para, luego, despojarnos de ellos y convertirnos en un recipiente puro para recibir el amor de Dios.
Es una higiene mental, un empeño por limpiar la casa para recibir la gloria de Dios en nuestro hogar interior. Puede ser un proceso doloroso y un tanto difícil, pero es necesario para realmente tener un crecimiento espiritual.
Se puede pasar por episodios difíciles en la vida, por situaciones tremendas que nos hacen perder la fe y sentirnos desolados y sin esperanza; pero son solo eso, unas noches oscuras del alma en que se puede llegar a vivir la ausencia del amor de Dios y sentir que la vida no tiene sentido.
Pero también es un período de tocar fondo en el que es posible descubrir lo mucho que falta por caminar para crecer espiritualmente y tener mayor fortaleza y vigor para trabajar en uno mismo y descubrir que es posible salir de esa oscuridad y volver a encontrarse con la luz del amor de Dios.
Es una invitación a no caer en la desesperación, a tener fe en que se puede superar la desolación y el sentimiento de abandono; fe en que está pronto el amanecer, para gozar de las bellezas de esta vida, apartándose de todos los apegos y negativismos que atan a este mundo y alejan del Amor.
Así, en una carta, el santo le escribe a una Carmelita descalza escrupulosa que es más grande la quietud de su alma que el empeño por atormentarse con dudas e inútiles perfeccionismos. Es decir, aconseja evitar ser uno mismo el que provoque la innecesaria tortura de los juicios y la falta de perdón, hasta tal punto de sugerirle que, esos pensamientos, no los confiese. Así lo indicaba en su escrito:
«No los confiese, ni haga caso ni cuidado de ellos, que mejor es olvidarlos, aunque más pena den al alma; cuando mucho, podrá decir en general la omisión o remisión que por ventura haya tenido acerca de la pureza y perfección que debe tener en la memoria, entendimiento y voluntad».
El escrúpulo en la vida espiritual
Las ideas obsesivas, que llevan a repetir y repetir la tortura interior sobre acciones que ya han sido confesadas y perdonadas, no hacen más que perpetuar el tormento de la falta de perdón a uno mismo.
Es necesario aceptar que, una vez reconocido el error y confesado en el sacramento, el alma debe quedar satisfecha, sin necesidad de seguir con la obstinación de volverlo a confesar y seguir torturándose con la culpa de algo que ya ha sido perdonado de todo corazón por la misericordia del Señor.
Así termina su carta:
Arroje el cuidado suyo en Dios… No piense que la deja sola… Lea, ore, alégrese en Dios, su bien y salud».
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